Yo debía rondar los decisiete años cuando tuve la suerte de tropezar con un maestro de dos tardes, que con el primer café me habló de Thomas Bernhard y se ofreció a leerse mi primer texto teatral, y con el segundo café tuvo la generosidad de cantarme a la cara cuatro verdades que aún llevo marcadas con fuego en mi retina.

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Entonces aún no sabía que ese poeta —con quien yo como mínimo compartía el nombre— se lo pasaba mejor jugando al fútbol que escribiendo. Ni tampoco sabía que sentía una significativa aversión por la cultura de la banalidad de una determinada Cataluña que a mí entonces me fascinaba, y que gracias a él yo pronto también empezaría a ordenar en mi incipiente escala de valores.

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Diez años después de esos dos encuentros que me cambiaron la mirada, enseñándome que lo más importante en el arte es construirse un gusto propio —un criterio—, una actriz me hizo saber que quería trabajar conmigo después de haber visto mi segundo espectáculo como director.

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Esa actriz era la mujer del poeta. Me pareció que había llegado el momento de volverme a acercar a él. De agradecer a Albert B. esos dos cafés (que además había pagado él). Aunque en realidad fuera, quizás, para poder cantarle yo ahora cuatro verdades.

                                                                           Albert A.