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Juan Carlos Olivares, «El profundo miserere de Oriol Genís» (El País)

El texto del autor tardío Antonio Tarantino es un poético viaje mortuorio en dos actos. Un ritual precristiano que comienza en la antesala de la muerte anunciada y finaliza con el cuerpo suicida adentrándose en el Leteo, el río del olvido que conduce al Hades. Es también un viaje del lenguaje desde la visceralidad popular de los vendedores de la plaza Madama de Turín a la elegancia simbólica que cobija a los mitos eternos. Es, también, la metamorfosis de un hombre que se presenta ante el público como un padre que intenta comprender al hijo cuando ha firmado en consciencia su última decisión y que se despide del público investido de la dignidad de un sacerdocio ancestral que acompaña a las sombras en su traspaso del mundo de los vivos al de los muertos.

Vespres de la Beata Verge es una sobrecogedora evocación sobre la pérdida en manos de Jordi Prat i Coll. Una tormenta de recuerdos sometida al tribunal del arrepentimiento de alguien sin trascendencia que aguarda en la sala de espera de un instituto forense el careo con el rostro de la tragedia que desde hace tiempo —como una inquieta parca— acecha a la familia. Un tremendo monólogo interior que ya nada esconde: desde la crueldad instintiva que aleja un hijo de la protección de su estirpe, embrutecida por los callos de la superviveícia, hasta la revelación casi mística que se apodera de ese ser a través de un momento intenso de soledad y compasión. Un hombre abandonado a sus sentimientos lejos del ruido del barrio, su casa, sus vecinos, amigos y esposa. Sólo ante el cuerpo del hijo suicida. Un cuerpo propulsado al vacío dejando atrás una peluca rubia, un vestido rojo y el vértigo de los coturnos.

El cuerpo es de Guillem Gefaell. Su sombra desnuda y travestida —el estudiado gesto como un espejo de la mirada culpable de sus clientes y su tribu— acompaña a un portentoso Oriol Genís. Puedes tener la cabeza perdida en innumerables batallitas que su sandunguera severidad te arrastra —y sin excusas— al presente excluyente de su miserere. Es un actor poliédrico en una misma faz y momento. Simultáneamente ejemplo de populachería —bullanguera, histriónica— y de dolorosa introspección; vate clásico que domina el vuelo poético que distingue el teatro de Tarantino con una sensible cadencia de palabras que se suceden como letanías sanadoras.

 

Pocos actores tienen el don de mostrarse tan cómodos y creíbles en el desvalimiento. Es muy generoso en compartir eso que el común de la gente entiende como la «procesión va por dentro». Es un maestro en dibujar la derrota y al mismo tiempo la capacidad de digerirla y trascenderla. Lo vemos perfectamente como ese padre que ha llegado tarde al abrazo pródigo del hijo e intenta estar junto a él en una intensa ceremonia de despedida.

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